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Hiroshima: el día que todas las cosas vivas se quemaron hasta la muerte y la reacción de los pilotos que arrojaron la bomba
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- Category: Mundo
- Publicado: 06 Agosto 2023
- Escrito por Elizabeth Salazar
Era lunes. Y era verano. La ciudad despertaba con lentitud, entre los clamores de una guerra que atronaba lejana. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, la ciudad japonesa de Hiroshima, fundada en 1580, que había crecido sobre la costa del mar interior Seto y sobre el delta del río Ota entre las disputas de señores feudales que guerreaban sin piedad, que había sobrevivido a esas vanas pasiones humanas para convertirse, a lo largo de cuatro siglos, en un complejo industrial de importancia en el suministro de material de guerra y era sede, además, del Segundo Ejército japonés; la ciudad a la que la guerra parecía quedarle lejos y que estaba orgullosa de su delta, siete brazos de río que dividían a la ciudad en seis islas y asemejaban una gran mano abierta y extendida, despertaba a un nuevo día.
Las tropas del Segundo Ejército hacían ejercicios de rutina en un gran campo vecino a sus cuarteles, los chicos entraban en los colegios, los mayores a sus trabajos. De pronto, todo ese mundo dejó de existir. A seiscientos metros de altura bajo el cielo claro de verano, estalló la primera bomba atómica, arrojada por el bombardero “Enola Gay”, un B-29 del Grupo Mixto 509, 313 Brigada Aérea de la Agrupación Táctica de Bombardeo del XX Cuerpo Aéreo de Estados Unidos.
En un segundo, Hiroshima había muerto y el mundo había entrado en la era atómica. En la zona cero del estallido la temperatura alcanzó un millón de grados centígrados, ochenta mil personas murieron en el acto: entre el treinta y el cuarenta por ciento de los habitantes. Muchas de ellas se evaporaron, se disolvieron como una gota de agua sobre el metal ardiendo. Algunas dejaron su halo de vida impreso en la pared en la que se apoyaban, o en el banco de piedra en el que estaban sentadas, como el siniestro negativo de una fotografía.
La explosión atómica creó, entre muchos otros, un efecto extraño: incendió el aire, creó una bola de fuego de doscientos cincuenta y seis metros de diámetro que, en el primer segundo que siguió al estallido, ya había recorrido doscientos setenta y cuatro metros cuadrados. El aire hecho fuego dio origen a miles de incendios espontáneos que también arrasaron la ciudad y sus alrededores hasta más de once kilómetros a la redonda. Además de los muertos, otras treinta y cinco mil personas quedaron heridas, con espantosas quemaduras, muchas murieron días después; para fin de año, otros sesenta mil habitantes de Hiroshima habían muerto por sus lacerantes heridas, o por envenenamiento radiactivo.
De los noventa mil edificios de Hiroshima, la bomba dejó en pie sólo a veintiocho mil, muchos de ellos dañados porque el estallido, que se escuchó a sesenta kilómetros, rompió vidrios y cristales, agrietó cimientos y demolió estructuras en dieciséis kilómetros a la redonda. En total, el sesenta y nueve por ciento de los edificios de Hiroshima fue destruido o dañado. Los análisis posteriores, fríos y distantes, dijeron que a trescientos sesenta metros del punto cero, había quedado destruida toda forma de vida; a cuatro kilómetros y medio a la redonda, la mitad de quienes habían sobrevivido a la explosión murieron luego por la radiación; a once kilómetros a la redonda, decenas de miles de personas sufrieron quemaduras de tercer grado a causa de la radiación térmica; a ocho kilómetros setecientos metros alrededor del punto cero los edificios habían caído o estaban severamente dañados. El aire hervía, los sobrevivientes buscaron refugio en las aguas del río, que también hervían. Media hora después del estallido cayó sobre la ciudad una extraña lluvia negra, cargada de suciedad, polvo, hollín y partículas radiactivas, que provocó una contaminación mayor y en zonas más alejadas.